El hombre no vive más que en el presente, que huye sin remisión hacia el pasado y se abisma en la muerte. Salvo las consecuencias que pueden refluir en lo presente, y que son obra de sus actos y de su voluntad, su vida de ayer está por completo muerta, extinta.
Por eso debiera ser indiferente para su razón que ese pasado estuviese hecho de goces o de penas. El presente se escapa de sus abrazo y se transforma sin cesar en pasado; el porvenir es por completo incierto y sin duración. Lo mismo que desde el punto de vista físico la marcha no es más que un caída siempre impedida, así también la vida del cuerpo no es más que una muerte siempre suspendida, una muerte aplazada, y la actividad de nuestro espíritu sólo es un tedio siempre combatido... A la postre es menester que triunfe la muerte, porque le pertenecemos por el hecho mismo de nuestro nacimiento, y no hace sino jugar con su presa antes de devorarla.
Así es como seguimos el curso de nuesta vida con extraordinario enterés, con mil cuidados y precauciones mil, todo el mayor tiempo posible, como se sopla un pompa de jabón, empeñándonos en inflarla lo más que se pueda y durante el más largo tiempo, a pesar de la certidumbre de que ha de concluir por estallar.
Arthur Schopenhauer (1788-1860). El amor, la muerte y las mujeres. 1819. Dolores del mundo.
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